1927-2014

Vicente Castellano

Pintor íntegro, en palabras de Juan Manuel Bonet, Vicente Castellano (Valencia, 1927-2014), viajó al Paris de mediados los cincuenta, ciudad donde permanecería durante dos décadas.  En su Colegio de España, que resultaría tan fructífero para nuestros creadores, residió un par de años.  Esa ciudad, como para tantos artistas de esos años, -Chillida, Palazuelo, Sempere o Lucio Muñoz-, fue en sus palabras “un extraordinario descubrimiento”.   Sempere entonces sería su gran compañero, extraordinaria sombra tutelar -en sus palabras- quien le iniciaría en el artista del misterio, Paul Klee.   Participante en uno de los primeros intentos de renovación artística en Valencia, el grupo llamado de “Los Siete” (1950-1954), e integrante desde sus inicios del colectivo “Parpalló” (1956-1961),   Léon-Louis Sosset, referiría aquel tiempo el “extraño refinamiento de las materias (…) y el vivo equilibrio de colores y formas” comparando su quehacer con Schwitters. Fue estudiante en la Escuela de Bellas Artes parisina con el pintor Edouard Goerg.

Estudioso del espacio, las texturas y las formas que ya impresionaran a algunos pintores cubistas, su “recuperación” como artista, tan vinculado a corrientes internacionales, pero alejado del ruido del arte informal, tuvo que ver en nuestro tiempo con sus galerías valencianas, primero Muro y luego Rosalía Sender y con la defensa que de su obra hizo el IVAM de Bonet.

Una reciente retrospectiva sobre su obra, celebrada en 2010, permitió al fin conocer a muchos su creación en donde, junto a esa reflexión espacial, se hallaba un mundo escultórico muy objetual, abigarrados “relicarios” en sus palabras, pareciere cruzado entre Nevelson y Rueda.

Artista refinadísimo, pintor fascinado por el esquivo milagro de la simplicidad, -en palabras de su compañero de aventuras artísticas Vicente Aguilera Cerni-, su trayectoria creativa ha sido extremadamente singular y heredera de aquella afirmación de Herbert Read: el artista es siempre un forastero.

Como su admirado parisino Juan Gris, Castellano se convertiría en un pintor de un tempo otro, pareciendo haber atendido prioritariamente a su voz interior. Algunos interpretaron su pintura como atravesada por una melancolía indefinible acompañando el lento ritmo de sus formas y estructuras, la superposición delicada de los planos de color, la sobriedad de sus relieves monocromáticos, la disciplinada tempestad que baña sus collages de materias. Castellano es un artista al que se podría aplicar aquella máxima recordada por Jean Cassou: era un ser dotado de un raro carácter de perfección y pureza.

Castellano fue defensor desde sus inicios, también por escrito, de la trascendencia del arte, de la comprensión de éste como un factor de enriquecimiento emocional, arte como prosecutor de la plenitud.   Así, no es extraño que Castellano declarara que “el artista hace una interpretación subjetiva de su realidad, y en mi caso ha sido espiritual y profunda, invitando al espectador a participar en ella”.  Pues formas y líneas, materias y planos, colores y no-colores, fueron planteados por Castellano en la difícil e inasible esfera del espacio a la búsqueda, pareciere, de una esquiva vida superior.  El afán por proclamar la búsqueda de una belleza inteligente fue para este artista una decisión valerosa pues era, también, signo de evidencia, exposición al riesgo, arte realizado completamente al descubierto atreviéndose a mostrar lo que era, en definitiva, el supremo ejercicio de la fe en el oficio de crear.

“Le fascina el esquivo milagro de la simplicidad”, reiteramos escribiría en los años cincuenta Aguilera Cerni al descubrir su obra.    Artista delicado e íntegro, pienso que Castellano suscribió durante todo su quehacer, como pocos privilegiados de nuestro tiempo, la máxima del protagonista de “La obra maestra desconocida” de Balzac: “Hay que tener fe, fe en el arte (…) para crear algo así”